Erase (me gusta este inicio, ¿no?)
una de esas tardes de primavera temprana en la Gran Manzana, específicamente, Manhattan
Centro. Lluviosa y aún fría, con algunos de los consabidos vientos entrando
desde el Río Este, haciendo que algunas de sus calles se sintieran un poco como
un cañón en el que los “aires” te enfrían hasta el bendito tuétano. Seria
alrededor de las tres de la tarde y ya me sentía, francamente, cansado de tanto
caminar vendiendo drogas… ¡NO!, no de esas… pero de las que los doctores se entretienen
recetando, para justificar el costo de la visita. En aquellos años mi sustento
lo proveía Laboratorios Pfizer.
Estaba en el este de Manhattan, a la altura de la calle 42 y decidí que
un buen lugar para pasar un poco la lluvia y dejar que, al menos, se secara un
poco la ropa que traía puesta, sería la Librería de NY. Mis cansados pies,
alentados por la posibilidad de dejar de cargar con el resto del cuerpo por
unos minutos, se dirigieron en esa dirección. Por radar, crucé la 5ta. Avenida,
evitando a último momento el montarme en uno de esos llamativos taxis amarillos
sin siquiera abrir las puertas. Después de intercambiar unos cuantos cariñosos
comentarios típicos de las calles de NY con el chofer del taxi, logré llegar
hasta los santos espacios de la librería.
Al cruzar el umbral celosamente vigilado por dos guardianes leoninos,
entré un mundo diferente. Una hermosa biblioteca en un imponente edificio,
construido en los principios de siglo pasado (sí, ya hay que especificar cual…). Junto a su compañero de vida y
travesía, el Parque Bryant, forma un remanso de paz en el centro de “Los New
Yores” en el que los cansancios de la vida citadina del día a día se pueden
olvidar por unos minutos.
Entrando al salón de lecturas te encuentras con unas mesas largas, ya
marcadas por los brazos y codos que en ellas se han apoyado al paso de los
años. Las sillas brillantes, de las constantes caricias de los pantalones y
faldas de quienes en ellas se sientan a tratar de encontrar, en sus lecturas y
por unos minutos, ese mundo en el que pueden volar libremente.
No buscaba nada en particular, solo unos momentos de descanso y de
refugio del clima al que me enfrentaba afuera de esas paredes. Siempre llevaba
una
pequeña libreta conmigo; nunca sabía cuando tendría la oportunidad de
aprovechar unos minutos y anotar algunas observaciones. Al sentarme en esa
larga mesa, mis ojos buscaron alrededor, notando esas otras almas que buscaban
ese mismo refugio que hasta acá me había traído. Recuerdo que mis ojos se
fijaron en un caballero a la “antigua” sentado casi al frente mío…
No recuerdo las palabras exactas, pero en mi libreta, esa tarde, escribí
algo que leía más o menos así:
“…su piel ya transparente, como si el pasar de los años hubiese lentamente
planchado cualquier imprudente arruga, creando un perfil nítido e intenso. Un
bigote blanco, casi invisible desde mi punto de vista pero que, junto al ahora
ya escaso y cuidadosamente arreglado cabello del mismo color, le daba forma y
vida a un aquilino rostro que parecía desafiar el paso de los años….
Pero lo que más atrae de este antiguo caballero son los ojos. Nada de
lentes para leer… claros, llenos de vida, azules como un límpido cielo de
verano, mirándote con una de esas miradas que te hacen sonreír, sin saber por qué,
pero que al mismo tiempo, te dan a entender que detrás hay incontables
historias; un viejo libro de esos de cubiertas de cuero grueso, gastados pero
aún suaves al toque y brillantes a la vista…
lleno de páginas y capítulos cual tesoros escondidos. ¡Cuánto se podría
aprender de este indomable caballero!”
Según continué escribiendo mis observaciones, notaba algunas cosas en
particular…
“Su traje, hecho a la medida, de una lana gris oscura que, en su
momento, debió haber costado una pequeña fortuna. Los codos de la chaqueta ya
mostraban ese sutil brillo que traen los años de uso y de cuidado y, en los
bordes de las mangas, un tenue desgaste, casi imperceptible. Este traje ha sido
cuidadosamente utilizado muchos inviernos y, al igual que su dueño, hace lo
posible por desafiar los embates del tiempo y del uso.”
“Leía la prensa del domingo, la sección de obituarios me dí cuenta…
Quizás buscando el nombre de algunos conocidos quienes ya habían iniciado su
viaje al más allá y, sin duda, pensando que ya pronto sería su turno para hacer
la misma travesía. Según escribía en mis notas y le miraba de reojo, el pareció
sentir la mirada inquisitiva y comenzó a buscar a su alrededor, tratando de
identificar la fuente de esa vibra que te dice que alguien te mira
insistentemente. Mis propios ojos bajaron a mis notas mientras decidía si
debía, o no, iniciar algún contacto con este caballero…
En ese momento, salió al sol de su escondite celestial y , en un
momento, la oportunidad de hablarle se desvaneció.”
Mis notas continuaban…
“Miró al saliente sol a través de la ventana y luego a su reloj de
bolsillo. Lentamente se levantó, quitándose algún polvillo imaginario de las
mangas de su chaqueta y del filo de su pantalón, alcanzó a recoger su abrigo de
la silla de al lado y minuciosamente se lo puso, cuidando de que todo quedara
en su lugar y lo más perfectamente posible. El abrigo, de una lana gris oscura
y meticulosamente detallado, estoy seguro era el grito de la moda masculina de
unos treinta años atrás. Quizás la indicación de ese momento en tiempo en el
que esta alma de Dios comenzó a vivir un ciclo repetitivo, estancado en el
tiempo.”
“Entonces, recogió su sombrero de felpa gris oscura, del mismo color y
tono del abrigo y mostrando el mismo cuidado y cariño a pesar de los muchos
años de uso; lo sacudió suavemente y se lo puso a un ángulo perfecto, con una
sonrisa en sus labios. Una sonrisa que hablaba a gritos de las memorias que
este gesto le traía. A mi mente vino la, quizás indebida, pregunta acerca de la
cantidad de damas que disfrutaron el coqueteo de esos ojos y sonrisa en el
momento en el que este caballero se quitaba ese sombrero como un saludo… o en
modo de despedida.”
“Erguidamente y con la frente en alto, caminó hacia la puerta y cruzando
el camino vigilado por los leones, desapareció de mi vida… un encuentro
momentáneo que abrió infinidad de posibilidades a mis deambulaciones y
suposiciones… ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Dónde?... Quizás la imaginación de lo que pudo
haber sido era mucho más interesante que lo que actualmente fue…”
A su salida, la habitación se ensombreció, mostrando su tristeza a la
partida de esta persona que irradiaba vida… yo también me fui… el deber llamaba.
Esa fue la entrada en mis notas para esa lluviosa tarde de primavera en
New York. Nunca, en mis visitas posteriores a la librería, me crucé de nuevo con
este personaje. Ayer, en un restaurante, vi a alguien quien, aunque lejos de
comandar la atención que aquel caballero reclamaba con su presencia, me lo
recordó… y me recordó la notas que había escrito en ese entonces…
¡¡Cuídate
mucho, que eres importante!! ¡¡Regresa
a saludar!!
Hasta
Pronto…
NOTAS:
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